«…cuando hablamos de calidad no nos referimos a las cualidades características o standars que el ingeniero o investigador industrial podría explicarnos, sino a lo que percibe el cliente (después de todo si él no lo percibe de qué vale el esfuerzo de producción). Este último es el juez y sólo dice lo que es bueno o no –al margen de los valores absolutos de un producto o servicio.»
Las empresas argentinas se encuentran en una de las crisis más profundas de su historia. La grave situación por la que atraviesan se encuentra fundada en las difíciles características de la economía tradicional autóctona y algo mucho más serio y para lo cual el empresario y la sociedad en su todo no estaban preparados… «la competencia».
La famosa globalización de la economía –donde todo el mundo es un solo mercado- está provocando un «jaque» a la producción local. La ola de importaciones, muchas veces indiscriminada y otras en forma desleal, presenta un desafío muy complejo para resolver.
El empresariado rápidamente verbaliza que la crisis se presenta porque no se puede competir con productos hechos con mano de obra barata, con empresas subsidiadas y en un terreno donde la legislación no los protege adecuadamente.
Al margen de ser verdad o no dichas cuestiones, no podemos escudarnos y justificar nuestro fracaso con un análisis tan simplista. Y ahí nace la primera pregunta. ¿El empresariado argentino tiene la capacidad necesaria para analizar el problema con la serenidad y seriedad que requiere?
Ya cerraron muchas empresas, otras todavía no han tomado conciencia del cambio y algunas pocas están tratando de mejorar su competitividad.
Los empresarios están asumiendo que los márgenes de rentabilidad históricos difícilmente vuelvan a manifestarse en sus balances. La primera alternativa que considera el empresario tipo es la reducción de costos (absolutos o relativos).
Antes que nada debe aclararse que bajar costos no significa despido masivo del personal –pensamiento automático en el empresario poco capacitado o deficientemente asesorado. Los estudios han determinado que en la mayoría de las actividades productivas la incidencia del salario –en nuestro país- es cada vez menor en relación al costo del producto. Tampoco implica disminuir la calidad, porque allí decididamente, se pone en serio riesgo la continuidad de la firma.
La correcta solución del dilema planteado es la reestructuración del esquema productivo, la transformación cultural de la organización y la racionalización y optimización de los recursos humanos disponibles.
Si bien se puede hacer uso de diversas técnicas para superar los problemas antes expuestos, la más abarcativa para lograr dichos cambios es aplicar los principios enunciados en la técnica vulgarmente denominada de «Calidad Total».
Pero, ¿qué implicancias tiene implementar una política de Calidad Total? Se trata que a través de la excelencia en el servicio (considérese que todo producto no es otra cosa que un servicio) se logre la mayor satisfacción del cliente.
Considérese que la lealtad de un cliente es directamente proporcional al nivel de calidad del servicio que recibe por parte del producto/empresa.
Asimismo, debemos tener presente que cuando hablamos de calidad no nos referimos a las cualidades características o standars que el ingeniero o investigador industrial podría explicarnos, sino a lo que percibe el cliente (después de todo si él no lo percibe de qué vale el esfuerzo de producción). Este último es el juez y sólo dice lo que es bueno o no –al margen de los valores absolutos de un producto o servicio.»
La gran mayoría de las organizaciones tiene en su estructura costos ocultos e innecesarios. Ellos son los denominados «costos de no calidad». Es fundamental para la subsistencia en un mercado competitivo analizar sus causas e instrumentar los medios para su eliminación.
La calidad y la reducción de costos no son términos opuestos, son socios. La mejor inversión para armarse y hacer frente a los problemas planteados por la competencia es trabajar sobre la «calidad». La inversión en este terreno origina retornos de doce a veinte veces del capital invertido.
En otro orden, esta filosofía de conducción empresario nos lleva a visualizar que nuestro cliente no sólo es el que está afuera de la organización; nuestro personal también es el cliente –el cliente interno. Debemos preocuparnos por nuestro cliente interno con la misma dedicación que por el externo. No debemos olvidar que la satisfacción de las necesidades del cliente interno tiene directa relación con la preferencia que demuestra el cliente externo por nuestro producto-empresa.
No obstante, lo claro que parecen estos principios no siempre la dirección evidencia entenderlos –al menos a la luz de nuestra realidad cotidiana. Si estos principios no son asimilados en su totalidad por las máximas autoridades, si no están ellas verdaderamente comprometidas, es imposible lograr el cambio cultural que requiere trabajar bajo el concepto de «calidad total».
Los cambios, al igual que in canal de agua, siempre fluyen de arriba hacia abajo. Idéntica situación se nos presenta en la familia; o acaso no decimos que es imprescindible el ejemplo para la formación de nuestros hijos.
La motivación del personal y la inclusión participativa de él en el plan de desarrollo de la firma es fundamental en la Calidad Total. Se debe dejar de lado los cuestionamientos que centraban su puntería en saber quién anda mal para dar paso al interrogante sobre qué anda mal.
La comunicación, comunicación y comunicación, en un contexto transparente es la solución para las posibles resistencias al cambio.
Armese de paciencia, y con un esquema simple y sólido basado en el sentido común enfrente el desafío que se le presenta. Los cambios y las utilidades no vienen de un día para otro. Para lograrlos hay que estar dispuestos a grandes inversiones de capital, inteligencia, espíritu de sacrificio y tiempo.